Graciela De Mary &
Sergio Gaut vel Hartman
Se encendió la luz. En
realidad no había estado durmiendo, pero el súbito resplandor le hirió los
ojos, por lo que se refregó los párpados con el dorso de la mano.
—¡Cerdos! —exclamó.
El paisaje no había cambiado. El catre. La mesa. El teclado. La pantalla.
Había desistido; ya no los destrozaba a patadas y puñetazos porque era inútil;
los reponían de inmediato. No sabía de dónde sacaban tantos equipos, pero por
lo visto eso no representaba un problema para ellos; estaban en condiciones de
suministrarle uno nuevo cada vez que los rompía, aunque no eran estúpidos y el
corazón de la máquina permanecía fuera de su alcance. Ni siquiera parecía
importante el resultado. Ambos bandos sabían que la partida, a la larga, sería
tablas, pero insistían, obligando a deambular a los dos reyes por el solitario
tablero.
—Escriba. —La orden, repetida sistemáticamente cada vez que se encendía la
luz, causaba tanto efecto como la lluvia sobre el mar. Estaba claro que
reconocían su valor, y que muerto no les servía de nada, algo que había quedado
determinado desde los primeros movimientos. Incluso se había acostumbrado a la
rutina, implantada con naturalidad.
—No me siento inspirado —respondió, más que nada para incordiarlos.
Su voz se escuchaba cavernosa como si estuviera atrapado en el fractal de
un juego eterno. Se dejó caer en un sueño intenso a modo de provocación. Cuando
por fin despertó, se incorporó y ladeó la cabeza para estirar el cuello,
inspiró aire como para llenar los pulmones y después de exhalar muy despacio
dijo:
—Necesito una silla más cómoda.
Comenzó a escribir crónicas de hechos históricos a las que adornaba con largos
panegíricos dedicados a héroes inventados por él. Pronto se hizo evidente para
todos que su renovado entusiasmo no era más que otra forma de fastidiarlos y
ganar tiempo. Sin embargo, medida que escribía, el
confinamiento era menos hostil. Lo dejaron salir al claustro. Notó enseguida que
los vitrales estaban descoloridos. Una sutil pátina gris le impedía comprobar
el estado de los cuatro olivos del jardín, dispuestos en damero. Sus paseos
eran cada vez más largos. Los fantasmas de los viejos doctores con sus togas y
sus gorros coloridos lo acompañaban. A veces se sumaban los condenados por el
Santo Oficio. Con renovado ímpetu pidió volver a su celda. Por fin le habían
revelado el propósito.
Al
regresar se dio cuenta de que habían movido las piezas: dos catres, dos mesas,
dos teclados, dos pantallas. El otro no se puso de pie cuando él entró. Ni
siquiera le extendió la mano. Se limitó a hacerle una leve inclinación de
cabeza. Antes de sentarse en su lugar, el escritor entrevió en la pantalla del
otro una serie de algoritmos, planos y figuras geométricas. Juzgó necesario
revisar su estrategia. Ya no volvió a salir. Por el contrario, escribía de
forma compulsiva golpeando en exceso las teclas sin detenerse a revisar la
sintaxis y mucho menos la conjugación de los verbos. Las historias nacían y se
acomodaban solas, a pesar del autor. Sus personajes no tenían la menor
posibilidad de sobrevivir.
—¿Sobre
qué trabaja? —se atrevió a preguntarle al otro.
—Sobre
el control.
La
respuesta lo inquietó. Ya no descansaba. Comenzó a tomar las píldoras que le
dejaban y que siempre había rechazado. No obstante, no pudo mantener los ojos
abiertos porque una secreción viscosa le selló los párpados.
Extenuado,
agudizó el oído. El otro había dejado de escribir. Tuvo un sueño doloroso al
punto de entender que la sesión de tortura había sido real. Cuando la luz
volvió a encenderse, recibió la orden.
—Escriba.
Comprendió
que todo, incluso los lapsos en los que creyó estar despierto, habían sido partes
de un sueño, o mejor, de una pesadilla, o peor, de una pesadilla de la que ya
no podría despertar. ¿Cómo lo sabía? El otro había desaparecido, y para peor el
control, ahora, era más ostensible, más huraño, más alejado de cualquier
propósito o fundamento. También comprendió que estaba buscando la muerte, que
lo asesinaran, o ajusticiaran, de una buena vez. Pero las “buenas veces” son
producto de un designio, y no de la arbitrariedad. Recordó al sujeto que
esperaba ante las puertas de la Ley en el cuento de Kafka, pero aquello era una
ficción, y esto es real, se dijo, tan real como puede serlo una ficción. Reparó
en el carácter topológico de aquel pensamiento y empezó a reír a carcajadas, y
siguió riendo hasta que las palabras se desdibujaron.
—¡Escriba!
—exclamó la voz, más perentoria que nunca.
—No
—replicó—. No voy a escribir. He reconocido mi condición de personaje de un
cuento escrito a cuatro manos.
—¡Debe
obedecernos! —aullaron todas las voces, a coro.
—Seres
patéticos. No hay control posible; no acataré las órdenes. Todos somos marionetas.
—Eso
no te hace superior a nosotros.
—¡Por
supuesto que sí! Yo soy el protagonista y ustedes meros actores secundarios.