Cirugía mayor
Enrique Tamarit Cerdá & Sergio Gaut vel Hartman
Lemden se acercó a la ventana y contempló el lago helado. La
superficie blanca se extendía a través de un espacio tan vasto que habría
podido interpretarse como infinito. Miró hacia atrás y vio a Kunsen bebiendo de
nuevo. Por fortuna, la tensión se había desvanecido luego de un par de botellas
de vodka, y ahora solo le quedaba marcharse lo antes posible. Pero las palabras
de su adversario reabrieron las heridas apenas cauterizadas.
—No la vas a olvidar como se olvida
el rostro de un paciente cuyos intestinos y riñones han pasado por tus manos.
—Utilizo instrumentos, idiota
—replicó el oncólogo mordiendo cada sílaba—; no opero con las manos.
Kunsen lanzó una carcajada que sonó
demasiado falsa e instintivamente se ladeó un poco, como si se preparase para
afrontar una reacción violenta que no llegó. No es que Lemden no sintiera el
deseo de golpearlo, pero se contuvo. Volvió a mirar por la ventana. En la
lejanía un pequeño rebaño de alces pareció sobresaltarse, pero no centró en
ellos su atención. Se empezaba a formar una niebla que el crepúsculo teñía de
anaranjado y pensó que si se demoraba no podría partir hasta la mañana
siguiente. Pasar la noche en la casa con Kunsen era lo último que deseaba; aún
así no se movió.
—¿Sabes una cosa, Kunsen? —dijo
Lemden sin volverse. Estaba tan cerca del cristal que al hablar lo empañó con
su aliento—. Lo peor de los tumores es que uno mismo los alimenta mientras los
tiene alojados.
—¡Exacto! —respondió el otro—, no
hay curación en sentido estricto —se le enredaba la lengua—. Todo tratamiento
va encaminado a contener al intruso, a reducirlo si es posible y, en el momento
propicio —eructó—, ¡extirpar! ¡No hay más solución que extirpar!
Mientras hablaba se había acercado
con curiosidad hasta la ventana, junto a Lemden, pero ya no se veía nada, salvo
una borrosa mancha violácea. Pegó las narices al cristal. Lemden lo observó,
las cabezas casi juntas, parecía estar viendo a un niño contrariado por haberse
perdido algo interesante. Oyeron aullar a los lobos.
—¿Alguna vez se te ocurrió imaginar
que tú mismo te has convertido en un tumor? —Lemden notó que Kunsen se encogía
sobre sí mismo, se plegaba como una manta que será guardada en un ropero al
final del invierno; sí, por lo visto lo había pensado, así que machacó en
caliente—. Algo así como una masa de células monstruosas que crecen y se
multiplican de un modo anormal. Has infectado la realidad en la que estamos
inmersos, Kunsen, y acostarte con mi mujer no ha sido sino una manifestación
más de tu capacidad para proliferar como una célula cancerosa. No eres una
persona sino una metástasis.
Como si la palabra hubiera operado
mágicamente en el ánimo de Kunsen, el biólogo se recompuso, adelantó el cuerpo,
agresivo, y limpió la mente de cualquier residuo negativo que hubiera
contenido.
—Esa es la idea, Lemden: proliferar,
me encanta la palabra; aspiro a meterme en los intersticios de tu vida y ocupar
cada hueco vacío. Y como imaginarás Ada no es otra cosa que un órgano más que
debe ser conquistado.
—Eres un estúpido, Kunsen —respondió
el otro palmeándole suavemente en el hombro—, de qué poco te sirve una
licenciatura que obtuviste copiando en los exámenes. —Se dirigió con calma
hacia la entrada y habló de nuevo desde allí—: Deberías saber que el éxito de
la enfermedad la aboca a su propio final. Por otra parte, no es en absoluto
compasivo alargar una penosa agonía cuando el cáncer no tiene remedio —dijo en
tono resignado mientras abría la puerta—. O dicho de otra manera, ¿nunca oíste
el adagio: "muerto el perro se acabó la rabia"?
El rostro laxo de Kunsen delataba su
incomprensión. Hasta que vio entrar la manada de lobos.
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