Última
etapa
Armando Azeglio &
Sergio Gaut vel Hartman
Aunque no era consciente de ello, Salomón
Cohen forjó toda su vida como una extraña intersección entre ajedrez y
literatura. Y siempre supo que eso podía ser una herramienta para mantenerse
vivo.
En 1942, durante
las gélidas noches de silencio derruido, dentro del amurallado gueto de
Varsovia, mientras los nazis ocupaban la ciudad, aprendió de Pinjas Piesejovich
el paulatino arte del ajedrez. Empezó con piezas de madera y terminó jugándolo
con soldados alemanes. Al principio se limitó a organizar el tráfico de
alimentos desde el exterior al gueto; luego organizó fugas humanas que cubría
con los disparos realizados contra los germanos utilizando una ametralladora de
asalto rusa que en sus manos se negaba a permanecer callada. Mientras lo hacía,
repasaba en su mente la crónica de un horror que no podría ni querría olvidar.
Desembarcó en el
barrio judío del Once a finales de los cuarenta; buscaba unos parientes a los
que nunca encontraría, por lo que se vio obligado a vender telas para sobrevivir,
llegando, una vez más, al límite, vertiginosamente. El recuerdo de lo ocurrido
en Varsovia hacía insomnes sus noches. ¿Se puede conjurar el olvido cuando el
dolor queda grabado en la memoria celular? Descubrió a Arlt primero, a Israel
Regardie después, para abrirse al escaso placer y al mucho dolor que el nuevo
país le proponía. Pensaba en Najdorf y los muertos de los campos, y la herida
permanecía abierta.
La década del
setenta lo sorprendió secuestrado por un escuadrón del Ejército Revolucionario
del Pueblo; lo acusaban de capitalista y explotador. Cohen, sin inmutarse, pidió
lápiz y papel y empezó a escribir sus memorias. Descubrió quien era el enemigo,
y aunque todavía no existía el término “síndrome de Estocolmo”, empezó a sentir
simpatía por sus captores. Luchaban contra el mismo monstruo que él combatió durante
la guerra; solo el nombre y la forma se habían modificado. Pero no era
sencillo, en cambio, alterar el pensamiento dogmático: la Revolución está primero
y él no podía demostrarles que todavía era un luchador antifascista, que la
venta de telas y el éxito económico no lo dejaban en la vereda equivocada.
Tal vez fue por
azar, quizá un hilo suelto de la trama. Un día, mientras hurgaba en sus
recuerdos para reconstruir un episodio particularmente sórdido de los tiempos
del gueto, dejó que su mano dibujara libremente un tablero de ajedrez. Sesenta
y cuatro casillas en perfecta simetría y un puñado de piezas que componían la
intrincada posición de una partida en la que Pinjas, luego de sacrificar una
torre y un alfil, lo había acorralado, como ocurría casi siempre. No obstante,
aquella vez, una alarma había interrumpido el juego y Salomón tuvo la sensación
de que si hubiera podido proseguir la lucha habría logrado rechazar el ataque e
imponerse gracias a la superioridad material de la que disponía. Pinjas no
sobrevivió a ese episodio y aquella posición había atormentado a Cohen hasta
convertirse en algo obsesivo y recurrente. Fue al rememorar aquello que la configuración
regresó a su mente y volvió a percutir en su cerebro de un modo tan arrollador que
no advirtió que el jefe del escuadrón del ERP, al que llamaban “Comandante
Rafael”, lo contemplaba en silencio, ubicado a sus espaldas... un silencio que el
revolucionario rompió con una inesperada observación.
—¿Qué hubiera
pasado si movía el caballo? Las blancas no podrían haberlo capturado porque la
dama negra habría quedado clavada por la torre. No sólo se perdía más material
sino que desaparecía la presión.
Salomón Cohen
escuchó la parrafada sin girar la cabeza, pero cuando finalmente lo hizo, miró
a Rafael con una mezcla de suspicacia y satisfacción.
—Es obvio que
usted es un jugador de buen nivel.
—Aceptable
—respondió el revolucionario encendiendo un cigarro—. Eso no lo exime de la
acusación que hemos hecho.
—No, pero ahora
puede permitirse ver las cosas desde otro lado, con otra perspectiva. ¿No me
cree cuando le digo que combatíamos al fascismo como lo hacen ustedes y por
motivos semejantes?
—Lo estamos
juzgando por el aquí y ahora —agregó Rafael con dureza—, no por su maravilloso
pasado. Y a pesar de que le creo, eso no cambia las cosas. Hay reglas.
—Entonces mire
la partida. ¿Qué ve?
El comandante se
movió con brusquedad, quedó frente a Salomón y se sentó en el suelo con las
piernas cruzadas; empezó a mirar el tablero dibujado desde la posición de las
blancas. —Su adversario era el de las blancas, ¿verdad?
—Pinjas Piesejovich;
murió peleando contra los nazis. Yo me salvé porque no me tocaba morir.
—Las negras
están perdidas —dijo el comandante—. Si usted hubiese movido el caballo, la
dama blanca no estaba obligada a capturarlo. Con retirarse por la diagonal dominando
la columna en la que estaba el rey negro…
—¿Se da cuenta
ahora?
—Pero usted
creía que había una salida —protestó el comandante—, que podía ganar la
partida, y eso no es cierto.
—¿Está seguro?
Mire. —Cohen hizo un bollo con el papel en el que había dibujado el tablero e
hizo el ademán de meterlo en la boca para comerlo—. Tampoco tenía que perderla,
necesariamente. ¿Tablas? —Tendió la mano. El “Comandante Rafael”, tras vacilar
un momento, sonrió y se la estrechó con firmeza.
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