Mal día para Ramón. Lo que no venía torcido de fábrica se torcía
cuando él lo tocaba. A la mañana había sido una llamada de Juancito, su
asistente, que le informó que la reunión de la comisión se haría a la cuatro,
justo a la hora en que él se iba a encontrar con Fregues para cerrar el negocio
de los puestos de artesanos en la plaza. Al mediodía fue su ex mujer, Lydia, reclamando
como loca la plata de la mensualidad. Y ahora esto: la cuatro por cuatro que se
negaba a arrancar. Todo estaba saliendo mal, sin duda. Llamó al auxilio, porque
él no quería meter las manos y ensuciarse sin la certeza de que sabría arreglar
el desperfecto, y supo que tendría que esperar una buena media hora,
seguramente hasta que los vagos terminaran la ronda de mate que acababan de
empezar.
Ramón Chamorro, pequeño agricultor devenido concejal
por obra y gracia de las manos amigas que sabían que él devolvía los favores
recibidos, empezó a impacientarse. Se sentía acosado por un malestar indefinible,
como si de pronto hubiera comprendido que el puesto, que tan generosamente le
habían regalado para que él fuera funcional a sus patrones, le quedaba grande.
Era un hombre que se había hecho trabajando duramente y que gracias a eso pudo
sostener a su familia, darse ciertos lujos… Pero en algún momento quiso más.
Observó a su alrededor y comprobó que muchos de sus amigos “habían pegado
buena”, sin preocuparse demasiado si en el camino se ganaban algunos raspones y
menos todavía si eran los otros los que quedaban lastimados o heridos. No soy
un idiota, pensó en aquel momento Ramón, tengo que hacer algo por mí. Por
entonces las cosas empezaron a estropearse con Lydia y luego de la separación
descubrió un mundo nuevo, la libertad de conocer mujeres, ir a fiestas, viajar.
Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero.
El auxilio demoró una hora y media. Cuando llegó la
chata destartalada de Galíndez y el mecánico bajó sin apuro, seguido por su
ayudante, un indio andrajoso y feo, Ramón apretó los puños, y sólo la necesidad
de que le repararan el vehículo hizo que no empezara a los gritos.
—¿Qué le anda pasando a su camioneta, don Ramón? —dijo
Galíndez, sobrándolo, como siempre.
—Está enfermita, Galíndez —replicó con ironía—. ¿Me la
puede curar, doctor?
—Usted siempre tan chistoso —dijo el mecánico. Y sin
hacer más comentarios levantó el capó, puso las manos aquí y allá y le dio
órdenes a su asistente en voz tan baja que Ramón no tardó en volver a sumirse
en sus pensamientos. Sin embargo, algo lo empujaba en dirección al indio.
Calculó que tendría unos veinte años, tal vez poco más, pero parecía un hombre
de cincuenta, gastado y enfermo. Lo que no te mata te hace fuerte, pensó Ramón
en algún momento, y se arrepintió de inmediato. Por uno de esos que llegaba a la
edad adulta, docenas se morían como moscas. ¿Y a mí qué me importa? Yo no puedo
resolver los problemas de esta gente. Eso es asunto de los de arriba…
—Don Ramón. —Galíndez interrumpió el flujo de
pensamientos del concejal—. No es grave. Se estropeó el inyector electrónico de
combustible. Ya está. Son quinientos pesos.
—¿Quinientos pesos por arreglar un inyector? —Ramón
silbó—. ¿Lo cambiaste? ¿De dónde sacaste otro?
—Llevo en la chata los repuestos necesarios, don
Ramón. —El mecánico parecía divertido por la situación.
Uno puede manejar a la gente como si fueran muñecos de
miga de pan, pensó Ramón, pero a los mecánicos no, a los mecánicos,
definitivamente, no. Y todo porque él no había sabido arreglar el desperfecto…
Seguía siendo un mal día.
Galíndez agarró la plata y le hizo una seña con la
cabeza a su ayudante. El indio, por un instante, miró a Ramón, y en esa mirada
hubo algo filoso que al concejal no le pasó inadvertido.
Corajudo el indiecito, reflexionó mientras veía
alejarse la chata. Me miró los ojos, como si no hubiera ninguna distancia entre
nosotros. Alejó esa idea. No quería pensar en esa gente. El Impenetrable está
lleno de asentamientos en los que vivían indios como el ayudante de Galíndez.
Pero él no podía hacer nada. Si tratara de hacer algo, por ejemplo, los amigos
le bajarían el pulgar. ¿Le daban pena? ¿Y qué? Con la pena no vamos a ninguna
parte.
Arrancó el vehículo y se dispuso a empezar de una
buena vez con las cosas del día.
Pero no mejoró. La reunión se prolongó hasta las seis
y tuvo que decirle a Fregues que lo de los artesanos debía postergarse. La
bronca del otro fue audible, y le dijo un par de groserías. Él no se quedó
atrás y terminaron a los insultos.
No le fue mejor con Lydia. Estaba hecha una fiera y lo
amenazó con dejar todo en manos de un abogado. Y ya se sabe que cuando los
abogados se meten con los asuntos de un concejal encuentran lo que no deben.
¿Será posible, se dijo Ramón, que hoy no me salga una bien?
Detuvo el vehículo en medio de la ruta y trató de
pensar. Anochecía. Lo único que podía salvar el día era verla a Fabiana. Un
rato con ella tal vez... No lo esperaba, era cierto, pero le daría una
sorpresa. Nada de flores o bombones, le caería de improviso y ella estaría
encantada.
Un poco más calmo, puso en marcha el motor y enfiló
hacia Santa Isabel. Nadie sabía de su asunto con Fabiana, o por lo menos eso
creía. Aceleró y antes de que las sombras cubrieran el campo estuvo frente a la
casa de su amante… para descubrir que alguien se le había adelantado. Reconoció
la camioneta de Fregues. ¿Fregues? ¿Así que esa alimaña no sólo le arruinaba
los negocios sino que además le soplaba las mujeres? Ramón apretó el puño y lo
golpeó contra el volante, pero reprimió la fuerza del impacto, se mordió el
labio y resopló. ¿Qué estaba pidiendo? ¿Qué Fabiana le fuera “fiel”? Él sabía
por qué la había buscado.
Puso el vehículo en marcha de nuevo y enfiló hacia la
ruta. Todo, todo estaba mal. De pronto, sin saber por qué, se le cruzó la
imagen del indio, el ayudante de Galíndez que lo había mirado a los ojos.
¿Había sido una mirada de reproche? ¿Qué le estaba reclamando? ¿Qué hiciera
algo por sus hermanos del Impenetrable? Hacer algo era lo mismo que nada. Esa
gente estaba condenada. Aceleró. La ruta estaba despejada. Igual se morían de
dengue, paludismo, chagas, tuberculosis y cuanta peste anduviera suelta. Se
iban a extinguir. En una o dos generaciones no quedaría ni uno. ¿Él tenía que
sacrificar su posición y arriesgarse a que le dieran una buena patada en el
culo para salvarlos? Aceleró más. Encendió la radio. No tenía sentido. Su vida
y sus problemas estaban primero. Pero no paraban de acosarlo, de hacerle la
sangre vinagre. Lo único que le faltaba era agregar un asunto más a la larga
lista. ¡Indios! ¡Qué me importan a mí los indios! Subió el volumen de la radio.
A los costados de la ruta, como gigantescos fantasmas oscuros, se alzaban
amenazantes los macizos vegetales, el bosque en el que latían esas criaturas
desgraciadas por las que nada podía hacer. Y entre los árboles, como si los
indios estuvieran celebrando algo, vio el fuego de una hoguera, y muchas
siluetas rodeando el fuego. Subió el volumen de la radio una vez más. Quería
aturdirse, no pensar. ¿Quién era la que cantaba? Prestó atención a la letra
para no pensar en Lydia, en Fregues, en Fabiana, en el mecánico, en los indios.
…cuantos caminos
andados, cuanta y ninguna ciudad; mi soledad para qué, alguna noche se fue… Y
te amaré...
No me vendría nada mal, pensó Ramón, que alguien me
amara, ¿no? A ellos, agregó, como hablando con la selva, a ellos tampoco les
vendría nada mal que alguien los amara. Y por primera vez en muchas horas se
sintió mucho mejor, como si de alguna manera tortuosa y extraña, hubiera
producido un acto noble y positivo, un cambio, una marca, una señal en algún recodo
invisible de la realidad. Disminuyó la marcha, bajó el volumen de la radio y se
dejó arrullar por el final de la canción.
La chamana dejó caer los brazos a los costados del cuerpo. Había
logrado que el mensaje de la canción emitida por la radio de un auto o una
camioneta que pasaba velozmente por la ruta penetrara en la mente de su pueblo.
Ignoraba si produciría el efecto adecuado —de hecho, ella había empezado a
desconfiar del poder de las fuerzas invisibles en tanto y en cuanto jamás se
ponían al servicio de su gente—, pero no debía desperdiciar ninguna oportunidad
por pequeña que fuera. Aquella voz, prometiendo amor, era bastante más de lo
que nunca hubieran obtenido. Ahora empezaría la aventura de hacer contacto con
la dueña de la voz. Se puso en marcha.
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