Soy una persona
racional, aborrezco a los que creen en supercherías, a los fanáticos que
entregan su voluntad a cultos esotéricos o brindan ofrendas a ídolos de
arcilla. Por eso, cuando el doctor Almitto anunció la creación del IRD no puede
menos que sentir alborozo: una vez más un hombre de ciencia se plantaba frente
a la ignorancia y la superstición.
Por entonces, si bien mamá no había muerto, hacía un año que estaba
convertida en un zombie, un ser desvalido y vulnerable, víctima absoluta del
despiadado Alzheimer. Esperábamos el desenlace de un momento a otro y como no
quería perder la oportunidad, me apresuré a cerrar trato con el IRD sin reparar
demasiado en las advertencias de los agentes de la empresa, que se aburrieron
aclarando que el sistema estaba en fase Beta, que existían riesgos —firme aquí
y aquí y allí—, exculpándolos de cualquier fallo que se pudiera producir. Firmé
todo lo que me pusieron delante de los ojos, sin leer nada, ni la letra grande
ni la pequeña.
Mamá falleció el 3 de agosto, en medio de una tormenta atronadora. No
hubo velatorio, claro, y los del IRD se la llevaron en una caja de hielo seco a
las dos horas de producido el deceso.
La trajeron de regreso diez días después. Bueno, en realidad la dejaron
en la puerta de calle. Ella hizo el resto del camino por sus propios medios,
abrió la puerta y casi nos mata del susto. Estaba radiante. Lucía la mejor
sonrisa de los últimos tiempos. La habían maquillado con esmero y el volumen de
la grabación estaba dos puntos por encima de lo adecuado, pero yo sabía que ese
era el precio a pagar para que el sonido de los nanomotores y relés quedara
disimulado en medio del incesante parloteo.
Mamá estaba con nosotros de nuevo. Ya no era una pobre vieja en ruinas;
habíamos recuperado a la mujer de siempre: risueña, dicharachera, jovial.
Leticia leyó la felicidad en mis ojos. Fue maravilloso durante ocho minutos, el
tiempo que demoró en fallar el micromotor del hombro derecho. El brazo se movió
espasmódicamente, la mano se convirtió en una garra, se cerró con fuerza sobre
el cuello de mi esposa y empezó a apretar y apretó y apretó y apretó. Cuando
pude recuperarme llamé al IRD. Me hicieron un descuento del doce por ciento
para convertir a Leticia en otro zombie eléctrico.
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