—Me he metido en un berenjenal, querido amigo.
—No será la primera vez que lo haces.
Contemplé a Juan Carlos con ojos de cordero condenado
al matadero. Mi expresión era una cuidadosa mezcla de inseguridad, testarudez y
beatífica inocencia, aunque las muecas delatoras no aparecieron necesariamente
en ese orden.
—Es injusto —dije.
—¿Qué es injusto? No fui yo quien dijo que estaba
metido en un berenjenal.
—Lo dije yo, es cierto, pero no me diste la
posibilidad de explicar qué clase de lío. Y por qué te estoy pidiendo ayuda.
Juan Carlos Romero García, dueño de una agencia de
turismo especializada en viajes a España y muy ligado a la colectividad ibérica
en Argentina, bebió su café con una sonrisa y me mantuvo en vilo un minuto más,
mientras calculaba el precio que me haría pagar por el servicio que yo le estaba
demandando. Por cierto que sé que no estaba pensando cobrármelo con dinero sino
en algo muchísimo más difícil de solventar.
—Adelante, te escucho —dijo por fin.
Fue mi turno de hacerme el importante, pero no por
mucho tiempo. Debo admitir que estaba ansioso, como siempre que una idea
literaria me toma la cabeza por asalto y no veo el momento de plasmarla en una
ficción.
—Quiero participar en un concurso literario…
—Siempre estás participando en concursos literarios. Y
hasta donde sé, nunca ganaste ninguno.
—¡Eso no es cierto! Pero no importa y no viene al
caso. Gané uno en Chile…
—No viene al caso, lo dices tú, no yo. —Juan Carlos hizo
un gesto de fastidio—. No me cuentes tus hazañas literarias. Adelante, al grano.
—En este caso me gustó el desafío; ya te diré por qué.
—Hice una pausa y tomé un sorbo de café; estaba helado, por lo que me apresuré
a pedir otro.
—No sabía que los concursos literarios implicaban
desafíos —dijo Juan Carlos.
—Yo lo tomo de ese modo, porque si bien el tema es
libre se pide que en el relato haya alguna referencia a la cultura, la
historia, el paisaje, los monumentos, las comidas o cualquier elemento que se
pueda asociar al municipio que hace la convocatoria.
—Interesante —comentó Juan Carlos, aunque era evidente
que el asunto no le interesaba un pimiento. Hice una pausa porque llegó mi
café, lo endulcé e hice el comentario que me aseguraba un cambio radical en la
actitud de mi amigo.
—El municipio que lo convoca —dejé caer como si se
tratara de una información apenas relevante—, es Moralzarzal, un pueblo ubicado
al pie de la sierra de Guadarrama, a menos de cincuenta kilómetros de Madrid. —Juan
Carlos pareció petrificarse; fue como si de pronto hubiera visto al fantasma de
su abuelo en la mesa vecina. Y, de hecho, yo estaba haciendo flamear al
fantasma de su abuelo.
—¿Qué dijiste?
—Que los cuentos tienen que hacer referencia a lugares
y personajes del municipio que los convoca.
—No, lo otro. El nombre del pueblo, del municipio.
—Moralzarzal.
—¿Sabías que mi abuelo nació y pasó gran parte de su
vida en ese pueblo?
—No, no lo sabía —mentí, aparentando indiferencia.
—¡Hombre! Esto sí que es una casualidad.
—¿Eso significa que estuviste en ese lugar?
—No una sino tres veces, ¡tres! —Y para graficar
taxativamente la afirmación, Juan Carlos trató de dejar el pocillo sobre la
mesa y presentar tres dedos… con tanta mala suerte que el índice de la mano
derecha le quedó enganchado en el asa y el resto de café contenido se derramó
sobre el mantel; por fortuna no quedaba demasiado líquido.
—¡Maldición! —exclamó Juan Carlos.
—Te emocionaste con el recuerdo de tu abuelo, ¿o fue
por la coincidencia? —comenté con cierta ironía. Pero él no pareció captar la
sutileza.
—No es para menos, hermano; imagínate. El abuelo Francisco
se vino en cuanto terminó la guerra civil, escapando de Franco y la Falange —hizo una pausa—
porque mi abuelo era rojo, claro; hizo “la América ”, pero nunca pudo regresar a su pueblo,
vaya uno a saber por qué; dinero para hacerlo no le faltaba. —Tapó la mancha
con varias servilletas de papel. Y cuando al fin pudo levantar la vista me miró
directamente a los ojos—. Lo sabías, ¿no es cierto? Sabías todo esto. Me
mentiste.
—¿Qué cosa?
—Que mi abuelo era de ahí, que visité ese lugar. Alguna
vez te lo conté, o lo mencioné en una reunión de amigos y lo grabaste en tu
mente. —Hizo otra pausa para que yo asimilara la culpa, y siguió hablando—. No
importa. Me encanta la idea de ayudarte.
—O sea —dije feliz como unas pascuas— que puedes
hablarme del pueblito con conocimientos genuinos.
—¡Absolutamente!
Apuré el café, que estaba frío de nuevo. —Adelante,
entonces, ¿por dónde empiezo? Visité la página de Moralzarzal, leí sobre la iglesia
San Miguel Arcángel, construida entre los siglos XVI y XVII, y que fue
restaurada hace poco con la ayuda monetaria de los vecinos. Y también leí la
historia del reloj del ayuntamiento, el Frascuelo, y que el municipio le regaló
un estoque de plata al matador que lo donó, Salvador Sánchez…
—¡Para ahí, hombre! No seas imbécil. Si te limitas a
citar los lugares que visitaste en la web de Moralzarzal o en la Wikipedia , los jurados
se darán cuenta de que eres un advenedizo y te dejarán de lado. En España
tienen bastante experiencia con los chantas
de Argentina.
—Capaz que hasta conocen la palabra. —Nos reímos
juntos. Pero Juan Carlos volvió a la carga.
—Mira: no trates de engañarlos. No puedes hacer de
cuenta que has estado allí sin que se note. Busca otra estrategia.
—Justamente por eso quise encontrarme contigo… Mira,
hasta me he puesto castizo al hablar…
Juan Carlos sonrió, pero dejó pasar el comentario. Se
daba cuenta de que yo me estaba haciendo el simpático, que trataba de agradar
para obtener lo que buscaba, aunque era cierto que recordaba la situación que se
produjo en una reunión de amigos cuando el “gallego” Garduño, importante mayorista
de comestibles, dijo que había estado en Moralzarzal, entre otras localidades de
la sierra de Guadarrama como Soto del Real o Miraflores de la Sierra. A Juan Carlos se
le llenaron los ojos de lágrimas cuando refirió que su familia provenía de esa
región. ¿Es un crimen que haya recordado el episodio cuando vi que ese
municipio organizaba un certamen literario?
Tras el largo e incómodo silencio que se produjo, Juan
Carlos golpeó la mesa con el puño. De pronto su buen humor parecía haberse
esfumado.
—No —dijo—. No va a funcionar. Estás tomando a la
ligera algo que para mí tiene un gran valor... emocional, lo estás
bastardeando.
—Estás equivocado. Eso es lo que me impulsó a
consultarte, el respeto que siento por España y su gente. Pude haber usado la
experiencia de cualquiera que haya viajado, contar lo que vivió recorriendo
castillos y torres en ruinas, que pescó en el Manzanares o que cenó en El Fogón
de los Arrieros, un restaurante argentino en el que parece que la comida y la
atención son maravillosas. Puedo inventar que Ramón Gómez de la Serna iba a comer al Mesón
de los Navarros y allí se inspiraba para escribir sus maravillosas “greguerías”,
qué sé yo. Hay que ingeniarse, por supuesto… Mi talento natural, con tu ayuda,
haría el resto.
Juan Carlos se rascó la cabeza. —Sí, pudiste haber
hecho eso, y los jurados del concurso se hubieran reído mucho, porque cuando
uno pisa fango, invariablemente resbala, ¿comprendes?
—¿Qué te estoy diciendo? Hice la lista de lo que no quiero hacer. Pude haber pensado que
las iglesias son todas más o menos iguales en cualquier parte y que el Mesón de
los Navarros, es similar a uno que hay en Chascomús, donde estuve con Romina un
fin de semana, hace un par de años.
—No fue con Romina, abombado —dijo Juan Carlos—. A Chascomús
fuiste con Renata, hace más de dos años. Para no confundirte deberías evitar la
repetición de iniciales. Y no sé si el Mesón de los Navarros, que ahora se
llama de otro modo, existía en la época de don Ramón o si él se movía alguna
vez del Café de Pombo. No se puede hablar de un lugar como si se lo conociera
mirando el Google Maps…
—No cambies de tema.
—No cambio de tema. Insisto, para que funcione
deberías ir al lugar, empaparte con el aire puro de la sierra, beber de verdad un
vino de la región, comerte un cordero o un cochinillo asado en horno de leña, disfrutar
de la calma a la sombra de los arces y las encinas, andar en bicicleta por los
caminos de la sierra, deleitarte con esos maravillosos atardeceres.
—¡Muy gracioso! —repliqué, amoscado—. Si tuviera
dinero para viajar a España no participaría en certámenes literarios. Los
escritores somos los profesionales peor pagados y menos reconocidos…
—No te victimices, cabrón. Hablaba hipotéticamente, es
decir, si quieres escribir con propiedad sobre un lugar, visítalo. Y si no
puedes viajar a España, viaja con la mente a un planeta lejano, invéntate un
hábitat a medida, unos seres estrafalarios, un conflicto imposible y
sanseacabó. Pero no te metas con lo que existe, tergiversando las cosas y
engañando a los lectores. ¡Me enfureces con tu empecinamiento! Y me haces
perder el tiempo. ¿Te imaginas que no tengo nada que hacer más que escuchar tus
quejas?
Tras el sermón, bajé la cabeza. Un tercer café hubiera
sido demasiado. Seguir molestando a Juan Carlos era un liso y llano abuso de
confianza y amistad. Mal que me pesara, tenía razón. Hay montones de concursos
que no requieren precisiones geográficas, gastronómicas o históricas. Hay que
ser empecinado para persistir chocando contra el muro cuando la puerta está a
cuatro pasos y nadie la cerró con llave…
—De acuerdo —declaré.
—De acuerdo, ¿qué?
—No voy a participar, tienes razón. Soy un idiota por
haberlo pensado y un doble idiota por tratar de involucrarte en este asunto.
Fue el turno de Juan Carlos de sentirse consternado.
Me había pinchado el globo y ahora sentía que ni siquiera había hecho un esfuerzo
significativo para ayudarme. No era así, en realidad, pero yo estaba un poco
dolido y tenía que resarcirme de algún modo. Una pizca de culpa no mata a
nadie.
De pronto, como si una idea portentosa lo hubiera
atravesado, alzó la cabeza, me miró a los ojos y dijo.
—Esto.
—¿Esto qué?
—Mándales esto. La crónica de un fracaso pergeñado con
buenas intenciones. Tiene buena pinta y si lo escribes con gracia...
—¡Por favor! Esa gente no se chupa el dedo, tú lo
dijiste hace un momento.
—Tal vez no, pero tu intento podría caerles simpático.
Hiciste el esfuerzo por lo menos. Trabajaste, investigaste, intentaste reunir
lo poco que había disponible en una trama coherente; no está nada mal. Me pones
de personaje, cuentas lo del abuelo Francisco y que me pediste ayuda. Que al
principio me molesté, que luego me enfurecí y que al final, un poco culposo, te
sugerí esta variante. Tal vez les guste que uno que de verdad tiene raíces en
el pueblo te haya ayudado a escribir el cuento.
—El camino del infierno está sembrado de buenas
intenciones.
—No dramatices.
Reflexioné unos segundos.
—Entonces, ¿tu sugerencia es que escriba nuestra
conversación y la envíe como si fuera un cuento?
—¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—No se pierde nada con intentarlo —dije.
—No se pierde nada —repitió. Me dio una suave palmada
en la cabeza y agregó—: Los cafés corren por tu cuenta.
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