"Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado". Sigmund Freud.
El profesor Einstein alisó la última hoja, como si contuviera
una arruga invisible, cerró los ojos y se acarició los párpados con la yema de
los dedos; sí, estaba desilusionado por la carta del doctor Freud, no podía
engañarse. La respuesta a su invitación para efectuar un intercambio de ideas
sobre la violencia y la guerra era brillante, inobjetable. Pero por primera vez
en la vida estaba a punto de asistir al naufragio de sus ambiciones, al
derrumbe del ideal que lo animaba desde hacía tres décadas. Había esperado otra
cosa, en efecto; había confiado en que el profesor Freud lograría abrir una vía
de acceso, una brecha particular que les permitiera encontrarse en el mismo
punto aún viniendo de lados opuestos. Entonces, ¿no existía ningún camino para
evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Juntó las palmas de las manos
delante de sus ojos, se contempló en el espejo imaginario formado y vio el
rostro de un hombre ingenuo, sabio y tonto a la vez, capaz de interpretar,
mediante las matemáticas, las configuraciones íntimas del universo, pero inepto
a la hora de penetrar en los laberintos de los sentimientos y las conductas
humanas.
Desvió los ojos hacia la ventana y miró más allá de los
vidrios empañados. Afuera, el otoño se insinuaba en la cabellera plateada de
los árboles y la bruma se mecía al compás del viento. Así como la decadencia
del año dejaría paso a los fríos de noviembre y las nevadas de diciembre, una
helada y temible garra se preparaba para clavarse en el corazón de Europa y
luego, casi con seguridad, para rasgar las carnes de todo el planeta. Einstein
veía eso con claridad, casi como se ve un film en el cinematógrafo...
Un golpe de nudillos sobre la puerta del estudio y el sonido
de una voz femenina lo sacaron de sus cavilaciones.
—¿Profesor?
—Emma, adelante.
—¿Lo molesto, profesor?
—No, en absoluto. Tu presencia es bienvenida.
Albert contempló a la muchacha, recia y tosca. Estaba vestida
sin preocupación por agradar y en sus modales se advertía un inequívoco aire
provinciano. Había sido recomendada por Max Born para sustituir a su
secretaria, Helen Dukas, mientras ésta permaneciera en los Estados Unidos,
preparando el próximo viaje. No había sido complicado que la muchacha se
adaptara al rol de asistente gracias a una serie de virtudes poco comunes en
una persona de su edad, y mucho menos frecuentes aún en una mujer. Un prodigio
de habilidad matemática, había dicho Born, casi un fenómeno de feria, había
agregado por lo bajo, como si Emma, que por entonces estaba en Cracovia, a
seiscientos kilómetros de Caputh y habría de llegar una semana más tarde, fuera
capaz de prodigios aún más potentes, como leer los pensamientos o escuchar los
cuchicheos de los dos físicos a pesar de la distancia.
—¿Ha leído la carta del profesor Freud? —Emma había traído la
carta algunas horas antes y estaba al corriente de los intentos de Einstein por
atraer a Sigmund a su gesta pacifista. La pregunta no era, por lo tanto, una
indiscreción de su parte.
—La he leído, Emma, y como el propio Freud adivina o prevé,
me he sentido desilusionado al leerla, pero no por él, por supuesto, que posee
una luminosa capacidad para ver los problemas de la humanidad gracias a su
enorme saber sobre las conductas e instintos, sino por mí, que lo ignoro todo
sobre las pulsiones que animan a las personas y los anhelos que mueven a los
pueblos.
Emma se atrevió a extender el brazo y apartar un rebelde
mechón de cabello de la frente del sabio. —No se culpe, profesor. ¿Acaso no
vislumbra usted los campos de fuerzas que son invisibles al ojo? ¿Cree que el
profesor Freud podría percibirlos?
—No trates de consolarme —protestó Einstein—. Eso no me hace
mejor que él.
—Tampoco hace mejor a Freud —repuso Emma— la capacidad para
observar los zarzales invisibles de la psique, las trabas y barreras cuya
presencia un profano en las ciencias del alma puede atisbar borrosamente, pero
cuyos vínculos le son extraños.
—No me adules, Emma, por favor. —Einstein avanzó un paso y a
punto estuvo de acariciar a Emma. Esa polaca soñadora, pero a la vez enérgica,
impetuosa, fragante, le despertaba algo más que sentimientos paternales. Albert
temía a sus fantasías, por cierto; lo aterraba la posibilidad de convertirse,
en poco tiempo más, en prisionero de las mismas. Metió las dos manos en los
bolsillos en un gesto chaplinesco y dejó que su mente compusiera una ecuación
musical que se resolvía con un acorde de fotones y corcheas. —Ay, chiquilla.
El rostro de Emma adquirió una expresión sombría. —Su
imaginación, profesor, es portentosa. ¿Por qué no la usa? ¿Por qué la sujeta
con rienda corta? ¿Acaso no sabe lo que podría lograr, uniendo sus
conocimientos y sus intuiciones?
—¿De qué estás hablando? —dijo Einstein, casi alarmado.
—De su imaginación, profesor, ¿a qué otra cosa me podría
estar refiriendo?
Einstein contempló a Emma como si la muchacha hubiera sido
una vara bíblica, súbitamente convertida en serpiente.
—Todo el mundo sabe que no me avergüenzo de mis errores y que
casi por instinto soy capaz de ver las cosas con humor. Pero éste, Emma, no es
el caso. He pecado de ingenuo ante el profesor Freud y no me hace gracia, no
porque me haya puesto en ridículo, sino porque me disgusta la impotencia; ¿dije
me disgusta? Pues esa es una palabra excesivamente complaciente. La impotencia
me saca de quicio, me enfurece...
—¿Qué quiere decir con eso? —Ahora la alarmada era Emma.
Nunca había visto al profesor en ese estado.
Einstein suspiró. —La voluntad no puede mover montañas, y yo
no soy otra cosa que un pobre hombre con su débil voluntad, pero en el fondo un
iluso, un tonto.
Emma movió la cabeza de un modo raro y señaló la ventana. —El
otoño se nos viene encima, ¿verdad?
—¿Y eso, qué tiene que ver con lo que estamos hablando?
—Einstein empezaba a impacientarse. La chica hablaba con enigmas y eso lo
irritaba.
—Es triste —dijo Emma—, el otoño, quiero decir, e inevitable.
Y el invierno estará sobre nosotros muy pronto.
—Pensaba en eso cuando golpeaste la puerta, pero no veo que
relación tiene...
—No estamos obligados a soportarlo —continuó Emma como si
Einstein no hubiera hablado—. En Río de Janeiro pronto comenzará el verano.
Dicen que el verano carioca es maravilloso. No sólo sus teorías hablan de la
relatividad, profesor. Hay incertidumbre y confusión en las cosas y muchos
caminos por los cuales transitar para llegar a la meta, ¿no le parece? Los
objetos pueden desplazarse por el espacio, pero el espacio es algo más que la
ruta habitual que usa un barco de pasajeros para atravesar el océano.
Al escuchar las palabras de Emma, el profesor Albert
Einstein, premio Nobel de física de 1921, se atrevió a hacer algo que reservaba
para ocasiones excepcionales. Mientras vertía una medida de brandy en un vaso
bastante sucio, volvió a pensar en Max Born y sus enigmáticas palabras, “un
fenómeno de feria”. ¿Qué había querido decir Max exactamente? Se bebió el
brandy de un trago.
—Max está loco —dijo Einstein en voz alta. No había querido
hacerlo, y el desliz no pasó inadvertido para Emma.
—¿Se siente mal, profesor?
—¿Mal? No, me siento... extraño. —Contempló a Emma unos
segundos y dijo torciendo la boca: —¿Te criaste con los gitanos, hay muchos
gitanos en Cracovia?
—No, ¿por qué lo dice?
—La incorporación de la óptica ondulatoria a la imagen
mecánica del universo es y será resistida, despierta recelo, pero es correcta.
¿Acaso llegaste más lejos que yo?
Fue el turno de Emma de mirar a Einstein como si el físico se
hubiera zampado un ratón vivo de un bocado. —¿Se burla de mí, profesor? ¿Qué
quiere decir? Soy apenas una estudiante avanzada...
—No, hija, no me burlo ni estoy loco. Sólo trato de probar
algo que me dijo Max Born.
—¿De mí?
—Más o menos; de tus... talentos, por llamarlos de algún
modo.
Emma giró sobre sí misma y le dio la espalda a Einstein.
Cuando habló, su voz sonó apagada, mustia. —Se dio cuenta, entonces. Los ha
confirmado, quiero decir... No se suponía que Max hablara de eso con usted.
—¿De tus talentos? ¡Saltan a la vista, hija!
—¿Qué voy a hacer? ¿Soy un fenómeno de feria?
—¡En absoluto! —Einstein adoptó una postura especial, la que
utilizaba cuando debía dirigirse a un auditorio que sólo entendería una
minúscula porción de sus razonamientos. —Para acceder a los niveles secretos de
la realidad pueden usarse dos tipos de llaves —recitó—: las altas matemáticas y
ciertas propiedades de la psiquis de algunos individuos. Lamento saber tan poco
de las segundas y que mi formación me dificulte aceptar su existencia y valor
sin someterlas antes a pruebas rigurosas. Pero podría suspender la incredulidad
por un momento, y aprender todo lo que me falta; suelo ser un alumno aplicado.
—¿Usted supone que yo...? —Emma volvió a enfrentar al físico.
El cabello rubio le caía de un modo muy seductor y la blusa entreabierta
permitía adivinar la forma de los senos. Era perturbador. Pero Einstein se
rehizo.
—¿No es eso lo que acabas de admitir?
Emma se ruborizó. Después de todo era una muchacha de
provincias cuyos potenciales talentos la habían movido a una casilla de
avanzada en contra de su voluntad. No quería admitir nada, pero Einstein la
había acorralado. ¿Por cuánto tiempo podría mantener la simulación?
—De acuerdo —dijo ella tras una pausa—. ¿Qué quiere que
hagamos? Suponiendo que yo admita que lo que usted ha deducido es cierto.
¿Podemos aprovechar mis... recursos, que son menos espectaculares de lo que
usted imagina, insisto, para moderar la decepción que le produjo la carta que
le envió el doctor Freud?
—¿Acaso sabemos con absoluta certeza qué mantiene estable la
configuración del universo? —Einstein miró la botella de reojo, pero concluyó
que no era el mejor momento para otro trago.
Emma se encogió de hombros. —Sabemos que la agresión, la
violencia y la guerra que a usted tanto le preocupan son algunos de los
puntales de esa configuración. La única la razón para ser pacifista es la
evidencia de las consecuencias que supone la destrucción. Pero la ley de las
mayorías parece pasar por otro sitio, ¿no es cierto?
—La evolución cultural nos sitúa en contra de la guerra, pero
la guerra es parte inevitable de la configuración. Un buen razonamiento; no el
que más me gusta, pero perfectamente lógico. —Einstein hablaba casi para sí
mismo, ignorando por un momento la presencia de la muchacha.
—De acuerdo —suspiró Emma—, estaba usted en lo cierto,
profesor. ¿A qué se le ocurre que podemos aplicar mis... talentos?
Einstein, pasmado, miró a Emma a los ojos, aunque la visión
no tardó en descender hacia el escote; parecía haberse desprendido otro botón
de la blusa. —Ni siquiera sé de qué estamos hablando —logró articular, por fin.
—Usted supone que Born quiso que yo fuera su asistente y que
me recomendó porque poseo una capacidad, un talento especial. ¿No es así?
—¿No lo es? Ven, Emma, sentémonos. Así, hablando de pie,
parecemos los maniquíes de un escaparate.
—Y usted cree que podría llegar a utilizar ese talento para
entender mejor el universo. —Emma se tapó la boca para ocultar una risita;
después de todo era poco más que una chiquilla.
—¿Entender? —Einstein le miró con recelo. ¿Estaba tratando de
hacerle creer que avanzaban en la dirección correcta cuando en realidad lo
había inducido a meterse en un camino lateral?—. Entendemos casi todo lo que se
puede entender. Los modelos matemáticos son bellos, armónicos, y explican muchas
cosas maravillosas. Pero no se trata de entender sino de actuar, operar sobre
la realidad. ¿Es eso demasiado audaz?
Emma miró las estanterías repletas de libros, y luego observó
el paisaje enmarcado en la ventana. Parecía aterrada, presa en una red indestructible
y a punto de abandonar toda esperanza de ser salvada por un héroe providencial.
Pero las palabras que pronunció a continuación desmintieron por completo
cualquier presunción en ese sentido. —De acuerdo, se lo diré sin más trámites:
puedo operar sobre la realidad, torcerla, deformarla, someterla a mi voluntad.
—¿Puedes penetrar en la intimidad de la materia? —Más que
sentarse, Einstein se dejó caer en el sillón—. ¿Puedes forzarla, violarla?
Emma suspiró. —No sé qué hago, profesor, sólo sé que puedo
hacerlo. Nunca lo intenté más allá de pequeños cambios, como trucos de mago.
—Trucos de mago —repitió Einstein. Se peinó el indócil
cabello con los dedos y se rascó la nuca—. ¿Podrías ser más precisa?
¿Convertiste bosta de caballo en un ramo de rosas? ¿Mataste a alguien con el
pensamiento?
—¡Profesor! —rió Emma—. ¿Cómo se le ocurre? Hice un pequeño
experimento.
—¿En qué consiste ese experimento?
—Logro que una moneda lanzada cien veces al aire caiga cien
veces cruz o cien veces cara. ¿Contesta eso a su pregunta?
Einstein contempló a la muchacha con una expresión aún más
trastornada. —¿Hiciste eso?
—Siempre que quiero hacerlo, de hecho. Si logro mantener la
concentración y no me distraigo hasta puedo hacer que la moneda caiga de canto,
cinco, siete veces. Pero no debe haber nada que me turbe. Ahora, por ejemplo,
no podría.
—¿Ahora no? ¿Por qué no? —gimoteó Einstein.
—Por el modo en que usted me mira el escote, profesor.
Einstein era hijo de una familia judía que no practicaba la religión de
sus mayores. Sin embargo, no se libró de un período de honda religiosidad que
terminó bruscamente cuando tenía doce años. Es probable que la lectura de
libros de divulgación científica le haya permitido alcanzar ya entonces la
convicción de que nada de lo que narraba la Biblia era cierto y su pensamiento se construyó
en torno a la libertad y el escepticismo, lo que le permitió evitar los
sentimientos primitivos que hieren la racionalidad para plantearse los grandes
enigmas sólo accesibles a la investigación y al pensamiento profundo.
Por esa misma razón, la posibilidad de que Emma poseyera un
talento no mensurable —más aún que esos hermosos pechos en forma de gota—,
excitaba al científico de un modo drástico y decisivo. Él no confiaba en otras
fuerzas que no fueran las que se pueden vislumbrar mediante la intuición del
genio y luego confirmar con el cálculo matemático. Pero al mismo tiempo sabía
que no es necesario que un concepto vaya ligado a un signo sensorialmente
perceptible y reproducible, como la palabra, por ejemplo. Era el momento de
jugarse a todo o nada y probar.
—Cerraré los ojos, entonces —dijo Einstein—. Aquí tienes una
moneda de medio schilling. —Puso la moneda de plata en la palma de la mano de
la muchacha y se cubrió el rostro en un gesto teatral.
—No hace falta, profesor; bastará con que mire la moneda y no
a mí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Cruz.
Emma arrojó la moneda quince veces y las quince salió cruz.
En más de una oportunidad, Einstein creyó advertir un movimiento extra, algo
que forzaba a la moneda durante su vuelo, aunque no podía estar seguro.
—Ahora la arrojaré yo. ¿Puedes hacerlo si el que la lanza es
otro? Cara —agregó cuando la moneda de medio schilling ya estaba en el aire.
Emma no pareció sentirse afectada por la pequeña celada. Fue cara, por supuesto.
Continuaron haciendo experimentos toda la tarde. Einstein
estaba fascinado como un niño el día de Navidad. Pasaron de las monedas a
pequeños objetos que Emma “escondía”, que el físico no lograba encontrar, que
aparecían luego en lugares que él estaba seguro de haber revisado.
—No perdamos más tiempo —dijo Einstein pasando el dorso de la
mano por su frente húmeda—. Tiene que haber una aplicación adecuada para tus
talentos, mi niña.
Emma estaba fatigada, aturdida, temblorosa. Las perspectivas
que se abrían ante ellos eran fabulosas, pero de los experimentos caseros a las
operaciones en gran escala hay un trecho.
—Tengo miedo, profesor. No lo hagamos.
—¿De qué? —Einstein pinzó la barbilla de Emma con dos dedos,
pero no se atrevió a ir más allá.
—¿No lo tiene usted? Vamos a jugar con fuego.
—La materia es fría, Emma. No puede ocurrir nada.
Dándole la razón, Emma se dejó caer en el sillón y se abrazó
a sí misma. El profesor Einstein, al verla tan vulnerable, alejó al mismo
tiempo el deseo de arrojarse sobre ella y otro impulso, aún más intenso, de
mandar todo al demonio y abandonar su estúpida aspiración.
—¿Te alcanzo una manta? —dijo por fin, con torpeza.
—No, profesor; déjelo así. —La sonrisa de Emma era débil.
Como si por primera vez comprendiera cabalmente la gravedad del trance en el
que se había involucrado, dejo que una lágrima pesada y aceitosa resbalara por
su mejilla. Pero sólo fue un momento de vacilación. Antes de que Einstein fuera
capaz de reaccionar, pasó el dorso de la mano por la cara y toda huella de
inseguridad desapareció.
—¿Estas lista?
—Sí —dijo ella—. Aunque no sé bien para qué.
—Opera como si la moneda estuviera en el aire —dijo
Einstein—. Haz lo mismo que haces con los objetos que ocultas en un repliegue
de la realidad y sacas de mi vista.
—¿Con qué objeto desea que lo haga?
—Con nosotros. ¿Puedes hacerlo?
Emma observó durante un segundo al científico; un trazo de
hesitación marcó su mirada, pero como el humo de un cigarrillo no tardó en
desvanecerse en el aire.
—Tal vez. Pero yo no sé adónde van los objetos que oculto.
—Eso ahora no importa —dijo Einstein, embargado por una
excitación semejante a la que lo invadía cuando una secuencia matemática
perfecta se desplegaba ante sus ojos como una marea incontenible—. Es sólo un
pequeño experimento. Vayamos a ese pliegue en el que escondiste la caja de
chocolates, hace un momento.
—Insaciable —dijo Emma—. La caja regresó vacía.
—¡Eso no es cierto! —protestó Einstein—. Te guardé tres
bombones con licor en su interior.
—Los habrá escondido en el otro universo. En este no están.
Mire dentro de la caja.
Einstein abrió la caja y en efecto, estaba vacía.
—¡Un truco!
—Nada de eso —dijo Emma muy seria—. Lo hice mientras
hablábamos.
El científico miró a su alrededor, como si el cambio pudiera
apreciarse en el color de las cortinas o en la insólita representación del
átomo construida en cobre que le había obsequiado Marie Curie en Solvay.
—No advierto nada extraño —dijo Einstein moviendo la mano de
tal modo que abarcó el estudio completo, las estanterías con los libros, y más
libros, apilados sobre el escritorio y las sillas, un abrigo que había caído
del perchero y el diario, abierto en la página de las noticias internacionales.
Había estado leyendo el diario antes de que Emma le trajera la carta de Freud.
Las noticias, una vez más, lejos de alentar alguna esperanza a su maltrecho
ánimo, lo habían empujado en sentido contrario. Pero no era en el diario que
iba a encontrar las respuestas que estaba buscando. ¿O sí?
—¿Emma? —Aunque no la había visto salir, la muchacha parecía
haberse esfumado.— ¿Dónde te metiste? ¿Estás escondida? No es momento para
juegos.
Los objetos le devolvieron un silencio mucho más ominoso de
lo esperado, como si se hubiera producido una súbita suspensión de la rutina y
todo el universo estuviera a la expectativa, aguardando el siguiente
movimiento. Einstein no se atrevía siquiera a respirar. Estaba clavado en el
centro del estudio y apenas si se permitió hurgar los rincones con la mirada.
Emma no era bromista. Graciosa sí, por momentos, y taciturna en otros; a veces
se enojaba por tonterías o se mostraba más seductora y sensual de lo
conveniente. Pero no podía estar jugando, no en ese momento. El científico
reprimió el deseo de gritar a voz en cuello y tragó saliva. La situación debía
ser analizada, usando la lógica, el sentido común: las personas no se desvanecen
en el aire. No pudo con su genio y analizó la configuración. Por un lado veía
el conjunto de las experiencias sensoriales propias; del otro, los conceptos
ajenos, adquiridos a través de los libros. ¿Servía eso como respuesta? Las
relaciones entre ambas categorías son de naturaleza racional, y la misión del
pensamiento lógico apunta a conectarlas. Bien. Pero Einstein, no obstante la
pulcritud de su deducción, se sentía desbordado por los hechos. Se hundió en el
sillón en el que hacía unos instantes había estado Emma y encajó la cabeza
entre las manos de modo que los pulgares se apoyaron en la quijada, los
anulares en las sienes y los demás dedos formaron una corona de espinas sobre
su frente. Sólo puedo efectuar una aproximación intuitiva, se dijo, nada más
que para diferenciar la mera fantasía de la verdad científica. El hombre creó
sistemas de conceptos, las reglas de la sintaxis, los números. Todo unido y
articulado constituye la trama de la realidad, la define, la limita. ¿Explicaba
eso lo ocurrido?
No, rotundamente no. Si Emma había operado sobre la
estructura misma del sistema todo lo que él sabía o intuía era tan inútil como
tratar de frenar una bala con las manos. ¿Qué cambios imperceptibles y
arbitrarios se acumulan dentro y fuera de la capacidad sensorial de las
personas? Einstein reprimió una arcada; empezaba a sentirse mal, muy mal.
¿Dónde estaba Emma?
Se levantó como impulsado por un resorte y empezó a mover
libros y prendas de vestir, papeles y adornos, tal vez imaginando que la
muchacha se había reducido al tamaño de un botón y que aparecería de un momento
a otro y le haría morisquetas con el rostro embadurnado de chocolate.
—¿Emma? —dijo Einstein con voz temblorosa—. ¿Dónde estás,
Emma?
Estaba perdiendo la calma. Su naturaleza, su manera de pensar
el universo, como un juego libre de conceptos, hallaba justificación cuando
lograba encajar la experiencia de los sentidos en el diseño matemático previo.
Nunca supuso que el truco de Emma fuera hacerse desaparecer a sí misma. ¿Qué
sentido tenía? Recordó un axioma: el sistema coordenado como objeto corpóreo
carece de toda significación excepto cuando está referido a un sistema
inercial. Estoy planteando el problema erróneamente, reflexionó Einstein. Emma
no se ha movido como un objeto que sigue una trayectoria rectilínea uniforme.
¿Acaso existe un sistema de referencia absoluto? ¿Acaso ha aprendido a burlarse
de la gravedad?
—¡Maldita sea! —Einstein no era un hombre soez y pocas veces
necesitaba exabruptos para expresarse. Ahora sí se abalanzó sobre la botella,
pero en lugar de servirse un trago tomó directamente, apoyando los labios sobre
el pico. La ardiente voz del licor le devolvió algunos gramos de sentido común
y descubrió que todavía estaba en condiciones de formular un razonamiento; lo
hizo en voz alta, como si Emma, escondida en un pliegue de la realidad, pudiera
escucharlo. —Es posible... No, no es posible, pero puedo conjeturar... que
hiciste algo más que moverte a lo largo de una curva y desaparecer de mi vista.
—Inspiró profundamente y pensó echarse otro trago, pero rechazó la idea de
inmediato; necesitaba ver con claridad. —Supondré por un momento que lograste
desplazar el universo de modo tal que fuiste el único punto fijo durante una
millonésima de segundo. El universo sacudió a todas sus criaturas y planetas y
las vació en otro, casi idéntico, cuya única diferencia primaria sería que
Emma, en lugar de ocupar un punto del espacio en el interior del estudio del profesor
Einstein ocupaba otro, en el exterior del estudio. —Bien, bien, bien. No está
mal. —Sacudió la botella como si fuese una gallina a la que tuviera agarrada
del cogote; estaba casi vacía, por lo que no valía la pena. ¿En qué universo se
había vaciado la botella? ¿En el estómago de cuál de los dos Einstein flotaba
el brandy? Sonrió. No era un mal comienzo, aunque le hubiera gustado saber
dónde estaba Emma.
Recorrió el estudio con la mirada y no notó ningún cambio
significativo. ¿Había valido la pena? Suponiendo que el esfuerzo de Emma
hubiera sido fructífero, ¿qué se había modificado? Los cambios por sí mismos no
tienen por qué determinar el signo de los hechos que han afectado. Vamos al
meollo de la cuestión: ¿qué se necesita variar para que el mundo no se
precipite al abismo de la guerra? Coincidimos con Freud en que una pequeña
camarilla somete la voluntad de la mayoría a sus perversas ambiciones. Eso le
dije, palabra más, palabra menos. Para la gente el estado de guerra representa
pérdidas y sufrimientos, de acuerdo. Pero hay individuos que son indiferentes a
las razones de la sociedad y ven en la guerra, en la fabricación y venta de
armamentos, una ocasión propicia para beneficiarse y aumentar su poder. Lo
escribí en mi carta. El intento de sustituir ese poder objetivo, ese poder
destructivo, por el poder de las ideas está condenado al fracaso. El derecho
fue la fuerza bruta en su origen y sigue apoyándose en la violencia.
Un extraño ruido, como si una puerta hubiera sido sacada de
sus goznes, expulsó al profesor Einstein de sus cavilaciones. —¿Emma? ¿Estás
ahí? Me asustaste.
—¿Profesor? No creí que lo encontraría en el estudio.
Einstein no podía creer lo que estaba viendo. Era Emma, y no
lo era. Usaba otro vestido, abotonado hasta el cuello; lucía otro peinado; unos
pendientes florentinos le colgaban de los lóbulos de las orejas. Nunca había
visto esos pendientes. No significaba demasiado, sólo que nunca los había
visto.
—Esos pendientes...
—¿Qué tienen mis pendientes? —La voz de Emma era más dura,
más enérgica. Y lo más extraño y llamativo: una pequeña cicatriz junto a la
comisura de la boca, del lado derecho, le agregaba años y cierta frialdad.
—¿Sabes qué ocurrió?
Emma suspiró. —Debió ocurrir en todas partes, para que la
realidad se mantuviera en equilibrio.
—¿Qué quieres decir?
—No pueden existir dos Albert Einstein, profesor. Usted se
fue y otro usted vino. Una larga cadena de Emmas lo hizo. Una larga cadena de
Einsteins se desplazó de un universo a otro. No me pida precisiones. Le dije...
le dije al profesor... bueno, usted entiende.
—No, no entiendo —dijo Einstein maravillado—, no demasiado.
Pero haré un intento de arreglarme con lo que hay. —Recorrió el estudio con la
mirada. Posó los ojos en la botella, en la ventana, en un libro de Euler que
había estado consultando, en los pendientes de Emma. Por lo menos los
pendientes no se habían transformado en insectos o flores.
—¿Busca algo, profesor? Ya sabe todo lo que necesita.
—No sé qué busco; busco algo, sí, pero no tengo idea de qué
debo buscar.
Emma chasqueó los dedos y por primera vez en muchos minutos,
sonrió. —El diario.
—¿Qué dices?
—Busca el diario. El Berliner
Zeitung. Está sobre el escritorio. Su... antecesor lo dejó ahí.
Aún sumido en el estupor, Einstein se acercó al escritorio y
tocó el papel con la punta de los dedos. No podía ser. Había estado leyendo el
diario antes de que Emma le trajera la carta, la carta de Freud. Alzó la vista
y miró a Emma a los ojos. Ella le devolvió la mirada y asintió.
—Esto lo prueba —dijo Einstein—. ¿Qué significa lo que dice
acerca de Hitler?
Emma retrocedió un paso. No estaba asustada, pero el nombre del nuevo
hombre fuerte de Alemania le producía estremecimientos. —Ganó las elecciones.
Pronto será Canciller. Los del SPD fueron derrotados.
—Gregor Strasser es el Canciller de Alemania —dijo Einstein,
espantado.
—En su Alemania,
profesor. —Emma se hundió en un sillón; todo el asunto la agotaba. Comprendió
que el esfuerzo necesario para desplazar a Einstein de un universo a otro no
tenía sentido—. No en ésta.
Einstein miró los pendientes de Emma una vez más.
—El hambre de poder —dijo— no se detiene en nombres, ¿verdad?
—Celebro que lo comprenda, profesor. No hay nada que usted o
el doctor Freud puedan hacer. La marea de la historia es incontenible.
—Nada —murmuró Einstein—, ni siquiera ahora.
—¿Acaso algo ha cambiado?
—Tenemos en nuestro poder la herramienta más formidable que
haya existido, y la señorita dice que nada ha cambiado. ¡Emma!
—No se embarque en aventuras, profesor. Es sólo un truco, un
juego.
Fue el turno de Einstein de mostrarse impaciente. —Un juego.
Pues entonces compartamos la partida con el doctor Freud, ¿qué te parece?
Vamos, muévete. Busca con qué anotar. Te dictaré una carta.
—¿Otra carta?
—Sí, otra carta. Me has abierto los ojos, muchacha.
Emma se levantó, desganada, y tomó el cuaderno en el que
solía anotar los infrecuentes dictados del profesor.
—Estoy lista.
Caputh, cerca de Potsdam, 4 de octubre de 1932
Estimado profesor Freud:
Me atrevo a escribirle nuevamente, ya no sólo impulsado por la
necesidad de debatir las materias vinculadas a la guerra inminente, o por lo
menos próxima, sino por una circunstancia tan sorpresiva como asombrosa, algo
que podría revolucionar la disciplina a la que me he dedicado durante tantos
años pero que también repercutirá de un modo decisivo sobre el pensamiento, la
voluntad y el sentimiento humanos. No puedo expresar con precisión los detalles
del fenómeno del que he sido testigo y, me permitirá la petulancia, también
protagonista. Me limitaré a decirle que es algo que contradice todas las leyes
físicas y que, sin embargo, parece el producto de la iluminación de una mente
matemática de primer orden. No estoy exponiendo una teoría; ni siquiera se
trata de una conjetura. Gracias al maravilloso don de mi asistente, la señorita
Emma Polak, me he desplazado de un continuo espacio temporal a otro, como si
hubiera podido saltar de entre las líneas de un pentagrama musical. Sé que
usted no pensará que yo estoy loco. No es la forma que un profesional de su
nivel utilizaría para calificar a un paciente que le planteara una situación
disparatada, absurda, tal vez anómala. Sólo le pido que nos pongamos de acuerdo
para reunirnos. Es imperioso que le demuestre que existe la posibilidad de
permutar los planos de la realidad. Insisto: no estoy demente. En momentos de
crisis la imaginación es más efectiva que el intelecto. No deseo abrumarlo con
arduas consideraciones matemáticas; y no porque no esté usted en condiciones de
comprenderlas, sino porque excederían el propósito de esta carta. Bástele saber
que esta experiencia que he tenido el privilegio de vivir se relaciona de un
modo estrecho con la idea fundamental de la teoría especial de la relatividad,
según la cual los estados supuestos son compatibles si para la conversión de las
coordenadas y tiempos de un suceso se alcanzan relaciones de un nuevo tipo, tal
como lo postuló el profesor Lorentz. Mi objetivo ha sido avanzar con prudencia
y mesura hacia el que, para mí, debe ser el objetivo último de la física:
descubrir las leyes comunes que, supuestamente, rigen el comportamiento de
todos los objetos del universo, desde las partículas subatómicas hasta los
cuerpos estelares. Pero Emma se ha adelantado y me permitido ver la luz.
Sólo me atreveré a adelantarle una minúscula fracción de lo
que he experimentado. Acabo de arribar desde un universo en el que Gregor
Strasser es el Canciller de Alemania y me encuentro en otro, en el que el
oscuro Adolf Hitler, que en mi realidad ha desaparecido de la escena política,
está a punto de asaltar el poder. Sé que la enormidad de lo que le digo es un
dato menor, frente a la posibilidad del sufrimiento y la muerte de millones de
seres humanos, pero si bien los hombres son intercambiables y unos y otros
manipulan a voluntad las esperanzas de la gente sencilla, no es menos cierto
que este descubrimiento debe quedar en manos seguras, en las manos de personas
que sepan administrarlo y usar sus potencialidades para el beneficio común.
Espero que este encuentro pueda concretarse a la brevedad.
Los hechos revelan la urgencia de tal conducta.
Muy atentamente, Albert Einstein.
—¿Algo más, profesor? —Emma arrancó a Einstein del trance en el que había
quedado sumido al terminar de redactar la carta. —¿Quiere que la pase a máquina
y la envíe?
—Sí, sí, Emma, querida. Cuanto antes llegue a manos del
doctor Freud será mejor.
Emma se retiró mirando por sobre el hombro. No le gustaba que
Einstein la observara cuando escribía a máquina. Pero el profesor, otra vez
ensimismado, había dejado de prestar atención.
La muchacha buscó unos folios y papel carbónico. Se sentó
ante la odiosa máquina y utilizando sólo dos dedos aporreó las teclas hasta
arrancarle un producto prolijo y legible; no se equivocó ni una sola vez.
Cuando hubo terminado preparó un sobre y escribió la dirección del doctor Freud
en Viena. Separó el original y lo dejó a un lado, para que el profesor Einstein
lo firmara. Luego tomó la primera copia y la observó con ojo crítico. La
segunda copia era menos legible, pero de todos modos serviría para cumplir con
el objetivo que le estaba destinado. Tomó otros dos sobres. En el primero de
ellos escribió la dirección del famoso psiquiatra Ernst Rudin. En el otro la de
Reinhard Heydrich, el Jefe del Servicio de Seguridad de la Schutzstaffel. No
se sentía feliz, pero Himmler no la había reclutado para que lo fuera.
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