miércoles, 29 de agosto de 2018

PASEO DE COMPRAS

Abandonaron Descomunal, el mayor supermercado del shopping, empujando los carros sin ganas. Las estanterías vacías, lúgubres, los obligaban al éxodo, aunque las perspectivas de capturar algo en S.U.M. también eran remotas.
A mitad de camino, el Lituano sacó una navaja de imitación del bolsillo y apoyándosela en el cuello amenazó con seccionarse la carótida. —Los chicos tienen hambre —dijo con dramatismo—. Cómanme; ya que no sirvo para otra cosa.
—Guarde el arma que se puede lastimar —le dijeron. No era la primera vez que el Lituano hacía una escena; tampoco los impresionaba demasiado. En el tiempo vivido en el Paseo de Compras los ataques de nervios habían pasado a formar parte de la rutina diaria, en especial entre aquellos de nosotros que añoran cosas de afuera, el Mundo Exterior vedado para siempre.
  —¿Se acuerdan de cuando veníamos al Pan Francés para comprar esas medialunas gordas y crujientes? —dijo el Lituano.
  —No queremos hablar de antes —dijimos, más que nada para distraerlo. Almanaque se deslizó a espaldas del Lituano y le sacó la navaja de imitación de un tirón.
  —No te dejan ni morir en paz —se quejó el Lituano sin lágrimas en los ojos, incapaz de desafiar nuestra superioridad numérica—. Yo sólo quería que los viejos y los chicos tuvieran algo para comer.
  —Ninguno de nosotros come carne humana cruda —le dijimos—. Y estamos muy lejos de Lona's. ¿Alguno tiene una parrilla portátil? ¿Quieren hacer un asado sobre expositores de perfume? —Una docena de cabezas se movieron para decir no. Notamos que Juan insinuaba una protesta, pero se descubrió en minoría y prefirió callar. Ni siquiera nosotros pasamos la comida con sabor a Chanel Número Cinco.
     La Maestra, que se había adelantado, regresó con la noticia de que un grupo de turistas merodeaba las secciones frívolas del shopping.
  —Pueden ser los Fénix, disfrazados.
 —¿Pudo ver los precios de los perfumes? —dijo Juan.
 —¿A quién le importan los precios de los perfumes? —dijo la Maestra—. No tenemos para comer y hablan de perfumes importados.
  —Los perfumes importados son falsos —dijimos nosotros.
    —Igual, por curiosidad —insistió Juan—: ¿a cuánto estaba el Averno? –Al final nos resignamos a las inofensivas manías de Juan.
  —Quinientas setenta coronas. Envase de 50 – respondió la Maestra suspirando.
  Juan movió la cabeza. –Muy caro —comentó. Reprimimos la risa a duras penas. Pero fue una risa breve. Había un consumidor verdadero husmeando en las góndolas de Pappy's. Allí había toda clase de artefactos inútiles, ideales para aniversarios de casamiento y obsequios a clientes. Siempre es el Día para los Gerentes de Ventas.
  Disimulamos. Era un hombre maduro, bien vestido y con aire ofuscado. Seguramente se trataba de un recién llegado de la colonia de Venus. Almanaque se le acercó por atrás, pero no lo sorprendió; el hombre, anticipándose al asalto, golpeó con el codo el estómago del agresor.
  —¡Están detenidos! —gritó el hombre abarcándonos con una carabina recortada mientras Almanaque rodaba por el suelo y chocaba contra una pila de latas de alimento para perros. Muchas veces habíamos considerado la posibilidad de comer esa bazofia.
  —Un momento, señor —dijo la Maestra dejando a un lado el carro que había estado empujando—, ¿bajo qué cargos nos detiene? ¿Es un delito mirar?
  —En cuanto los registre —dijo el hombre sin inmutarse— comprobaré que en esos carros hay productos hurtados en diferentes secciones del shopping.
  —¡Absurdo! —exclamó la Maestra—. No se puede acusar de hurto hasta que el presunto infractor transpone la línea de cajas y el control de Compras comprueba que no posee el correspondiente comprobante de pago. Capítulo II, artículo 6, inciso b del Reglamento Interno del shopping.
   El hombre bajó la carabina y nosotros suspiramos. Miraba desconcertado los carros cargados con arpones, barras de gimnasia, tablas de planchar, copas de cristal, molinillos de café y pandas de peluche—. ¿Quiere decir que ustedes compran todas estas cosas?
 —¿Parecemos estar paseándolas? —La ironía de Pavarotti fue interrumpida por un confuso discurso de Almanaque que se había sentado en posición de loto y abría una lata con la falsa navaja del Lituano. Los chicos de la negra Clarabella y los de la China correteaban locamente entre las góndolas. Los mellizos de la señora Sánchez, en cambio, estaban duros, como en misa.   
  —¿Se da cuenta ahora —dijo la Maestra— qué injustas son sus acusaciones?
  —¿Para qué son los arpones, por ejemplo? —dijo el guardia.
  —Pensábamos ir al sur, a cazar elefantes marinos —dijimos nosotros.
  El guardia quedó mudo. No lograba imaginar qué función podían cumplir las copas y las tablas de planchar en semejante expedición. A veces exageramos con la puesta en escena, aunque tras abrir la brecha se aconseja profundizarla: una técnica aprendida en los largos peregrinajes por las diferentes unidades del Paseo.
  —Pero todavía nos faltan cosas —dijo Pavarotti—. Parkas, carpas...
  —Y ventiladores de techo, insecticidas, videos de pesca con mosca, talco, vino borgoña, desodorante para baños —agregamos para hacer más creíble la lista de Pavarotti. Almanaque, que tenía la boca llena de la sustancia rojiza, le alargó una lata al guardia y lo instó para que la abriera. A veces Almanaque se parece a Harpo Marx. El guardia no sabía a quien prestar atención. Tampoco conocía a Harpo Marx.
  —En el Ártico hace mucho frío —dijo el Lituano. No quedó claro si se trataba de un error, pero el Lituano empalmó con su eterna cantilena—. Aunque antes hacía mucho más frío que ahora. Todo cambió por el agujero de ozono y el efecto invernadero.
  El guardia forcejeaba con la lata, como si hubiera perdido el interés hacia nosotros; Almanaque hipnotiza a la gente con sus idioteces.
  —Podemos reclutarlo —dijo la Maestra con un guiño. El guardia abrió finalmente la lata con un disparo certero de su carabina; metió tres dedos, sacó una porción de pasta y se la metió en la boca—. ¿Se dan cuenta de por qué lo digo?
  —¿A mí? —Al señalar su pecho el guardia se manchó la camisa, pero no pareció importarle.
  —¿Es de estómago delicado? —dijimos nosotros. 
  —¿Yo? No, creo que no. En Venus...
  —¿No, o le parece?—insistimos.
  —Siempre me alimenté adecuadamente —dijo el hombre, confuso—, aunque en Venus...
  —Tal vez no sabe que está trabajando para un shopping que vende alimentos en mal estado —dijo la señora Sánchez, que rara vez intervenía en las discusiones. La calidad de los productos la sensibilizaba como si todavía viviera en la sociedad de consumo. El guardia buscó apoyo en la Maestra, pero ella estaba comiendo una fruta de cera y en ese momento, por decirlo de un modo elegante, no servía para reforzar ninguna teoría.
  —Nunca comí algo como eso —dijo el guardia señalando la fruta. Era como si hubiese despertado de un sueño extraño, aunque nuestra realidad suele tener lógica de sueño.
  —Lo comerá —insistió la señora Sánchez—. Esto y cosas peores, cosas que ni se imagina.
  Probablemente el hombre empezaba a preguntarse qué beneficios obtenía cambiando un trabajo ingrato y mal remunerado, por una vida azarosa y trashumante junto a unos marginales eternamente muertos de hambre. La respuesta la proporcionó la Maestra, quien siempre parecía leer los pensamientos de la gente.
  —La dignidad es esencial. Y la solidaridad también. Si no tenemos esos valores no tenemos nada. Quedan tan pocas cosas relacionadas con la ética y los sentimientos en este mundo corrupto...
  Aplaudimos el discurso con entusiasmo. El guardia tardó un poco, pero terminó aplaudiendo y luego no pudo parar; tuvimos que obligarlo a bajar los brazos cuando de tan conspicuo se empezaba a tornar peligroso.
  —¿Cómo se llama? —dijo la Maestra. Miró con repugnancia la fruta de cera que había estado comiendo y la tiró a un cesto de latas de gaseosa.
  —Ibérico Bonn —dijo el hombre.
  —Demasiado geográfico —dijo Pavarotti—. Debería cambiarse el nombre.
  —¿No puedo seguir llamándome Ibérico Bonn?
  —No —dijimos nosotros—, es prudente cambiar de identidad.
  —La Maestra habló de espías —dijo la China reaccionando tarde, como siempre—, ¿a quién se refería?
  —A nadie en particular —dijimos nosotros—. Usted misma podría ser una.
  —¿Yo? —dijo la China indignada—. Hace mucho que estoy con ustedes; ¿cómo podría ser una espía?
  —El shopping no tiene apuro —dijimos—. Se maneja con estrategias de largo plazo; planea las cosas con mucha anticipación. —La China se apartó, quizá rumiando una venganza. Los chicos empezaron a llorar, pero ella los hizo callar con un par de cachetadas.
  —Me gustaría tener una meta en la vida —dijo Juan histéricamente—, un objetivo.
  —¡Qué nadie le conteste! —exclamamos—. Quiere llevar la conversación a la época en que trabajaba en Cambio de Moneda. —Pero la advertencia llegó tarde. Juan había conseguido un par de patines y se deslizaba entre las góndolas a gran velocidad cantando su letanía.
  —Seis cubos de caldo: dos marcos. Un paquete de fideos para sopa: cincuenta liras. Una bolsa de queso rallado: trece francos. Pollo en polvo: dos patacones el kilo. Una lata de tomates trozados y condimentados: setenta y cinco centavos de dólar. Un pote de ajo en pasta: diecisiete nuevas rupias. Crema de afeitar con sabor a frutilla: siete euros.
  Pavarotti trató de detener a Juan y éste, eludiéndolo, golpeó contra una góndola repleta de frascos de corrector. Nos preguntamos una vez más por qué motivo en el shopping abundan los artículos superfluos, aquellos que nadie consume. ¿Hay un Jefe de Compras corrupto en cada Unidad, en cada Área? ¿Para qué comprar corrector en la era de la Computadora Personal? Y algo aún más importante. ¿El corrector tiene fecha de vencimiento? Almanaque, como siempre, fue más rápido y elaboró una respuesta pragmática. Destapó un frasco y se bebió el contenido.
  —Está bueno —dijo tras beberse cinco frascos—. Señoras: estamos ante un magnífico sucedáneo de la leche. Pueden dárselo tranquilas a sus hijos.
  —¿Está seguro? —dijo Clarabella—, ¿y si les hace mal?
  —¿Mal? ¿Existe alguna porquería capaz de dañar el estómago de unos chicos criados en el shopping? —dijimos nosotros—. ¿Les hacían mal las hamburguesas de MacMacMac?
   —Por lo menos eso era alimento —protestó la señora Sánchez.
  —¿Alimento? —Nos empezamos a reír a carcajadas. Hasta el guardia, que no entendía muy bien los motivos de nuestra hilaridad, se unió al coro. Pero la risa se vio bruscamente interrumpida. Juan pegó un alarido y la China emitió un sollozo ahogado.
  —¡Los Fénix! —gritó la Maestra poniéndose a cubierto y arrastrando a dos de los chicos.
  Los Fénix cayeron sobre nosotros como caballos de ajedrez; se precipitaban desde ángulos imposibles, golpeándonos en los hombros, en la espalda, detrás de las orejas. La Maestra nos había advertido y no le prestamos atención. Pero los Fénix no contaban con nuestra más reciente adquisición. El guardia alzó la carabina, apuntó y disparó. Uno de  los Fénix, que había descubierto la utilidad del líquido corrector, cayó herido en el pecho.
  —¡Buen tiro! —dijo la Maestra desde abajo de la góndola. Clarabella se tapó los ojos y el resto de nosotros sintió que la presión de los invasores disminuía, desconcertados por el recibimiento. El guardia volvió a disparar y le acertó a otro Fénix.
  —¡Alto! —exclamó el jefe de los Fénix—. ¡Paren a ese loco! —Nunca se había visto tal ferocidad entre bandas. —¡Nos mata! ¿Quién es la bestia? —Sacó un pañuelo de lino blanco obtenido en Colosal y pidió una tregua. Pavarotti hizo una seña para que el guardia dejara de disparar, pero éste no le hizo caso y mató a un tercer Fénix. Comprendimos que había llegado demasiado lejos. Juan y Almanaque se arrojaron sobre él y consiguieron desarmarlo. El guardia nos miró atónito; no lograba entender por qué le impedíamos seguir con su tarea.
  —Es una bestia, efectivamente —dijo la Maestra saliendo de abajo de la góndola—, lo que permite deducir que no lo supimos interrogar. Dígame, Ibérico Bonn: ¿cómo se hizo guardia del shopping?
  —No tenía trabajo —dijo el guardia; estaba rígido, como metido dentro de un guardapolvo almidonado durante una fiesta patria.
  —¡Qué gracioso —dijimos nosotros—, nadie tiene trabajo!
  —¿Qué hacía antes —insistió la Maestra—, robaba gallinas a punta de pistola?
  —Era astronauta —dijo el guardia aflojándose un tanto; pisaba terreno firme por primera vez en mucho tiempo—. Viajé dos veces a Venus. Pero los viajes a Venus han sido suspendidos por tiempo indeterminado.
  —Comprendo —dijo la Maestra—, usted estaba diezmando la fauna de Venus con esa carabina.
  —No —replicó el guardia—, usaba un fusil-láser Galileo de 2 mm.
  —Mis hombres no son fauna venusina —dijo el jefe de los Fénix.
  —Es cierto —dijo el guardia, ex-astronauta—, los diplosaurios venusinos tienen un aspecto más saludable que sus hombres.
  —Esto no va a quedar así —dijo el jefe de los Fénix. Dio una orden para que cargaran a los muertos y toda la banda se esfumó por los pasillos. Nos pareció oportuno abandonar también la escena y, tras cargar los carros con latas de comida canina y frascos de corrector, reanudamos nuestra marcha hacia S.U.M.


  Las heladeras del sector estaban vacías, herrumbradas y oscuras; el paisaje, en la mayor parte del shopping era desolador. A veces nos parecía estar recorriendo las entrañas de la ballena blanca, aunque por mérito de algún mecanismo perverso los sectores sofisticados y lujosos recibían suministros con regularidad. Langosta y caviar sí, pero el arroz y la carne picada brillaban por su ausencia. En La Moda y Cara's, restauradores disfrazados de animales acomodaban la mercadería en los estantes y verificaban los códigos de barras para uso de los lectores de las cajas. Pero jamás se veían consumidores, aunque una vieja leyenda asegura que las compras se realizan por teléfono, fax y computadora.
  El sector 8 de S.U.M. era la meta. No una meta frívola, o hueca como los delirios de Juan. El sector 8 contemplaba las necesidades de gente como nosotros; allí solía haber comida. Desdichadamente los consumidores  preferían las cápsulas vitamínicas y los sintéticos de proteínas sin grasa, sin hidratos de carbono y sin sabor que abundan en Vida & Salud, del otro lado del shopping.
  Almanaque, con su vista de lince, descubrió los cortes de carne envasada cuando todavía faltaban cincuenta metros para llegar. —¡Carne vacuna! —exclamó.
  —Porcina —contradijo Pavarotti.
  —Porcina o vacuna —dijo la Maestra—, vaya uno a saber.
  Nos acercamos sigilosamente, temerosos de que se tratara de uno de los famosos espejismos del shopping. Muchas veces se utilizan hologramas para promocionar productos que sólo se pueden obtener por Telecompras, pero no en el caso de la carne. La olimos y tocamos. Clarabella, quien por su origen africano (y nuestros prejuicios) parecía ser la indicada para pronunciar el veredicto final, dijo:
  —No es carne vacuna... ni porcina. —Hizo una dramática pausa—; ni ovina, caprina, felina o canina.
  —Quedan tantas posibilidades —dijimos, ansiosos.
   —Es carne humana —dijo Clarabella.
  Suspiramos. Nos sentíamos aliviados, aunque no nos alegraba la eventualidad de que se tratara de la carne de los Fénix. Era la primera vez en meses que los chicos iban a comer algo decente. Por otra parte, el suceso volvía a poner sobre la mesa el tema de las políticas del shopping. ¿Era lícito utilizar a los clientes como materia prima? Si bien los Fénix vendían a sus muertos porque eran unos bastardos descarados, ¿los Jefes de Compras no transgredían los Reglamentos al adquirirlos? Aun cuando ni los Fénix —ni nosotros— seamos clientes en un sentido riguroso, el respeto por el consumidor debe mantenerse. ¿No es cierto?
  Empujamos los carros cargados con renovado fervor. El destino ahora era el Patio de Comidas, un lugar coqueto con pequeñas mesas y sillas de hierro esmaltado. A un costado del patio está el escaparate de Hornos Chick. El encargado de Hornos Chick es un tonto convencido de que las demostraciones venden hornos a micro-ondas. Atravesamos uno de los pasillos radiales que desembocan en el Patio, pero a la altura de la entrada al complejo de salas cinematográficas y teatrales fuimos detenidos por la banda de Hitchcock.
  —Vamos, la carne —dijo Hitchcock desde las sombras. La voz del viejo saqueador era inconfundible—. Los tenemos rodeados.
  —No vamos a pelear por unos pocos kilos de carne podrida —dijimos nosotros.
  —¿Podrida? —dijo Hitchcock como si no hubiera entendido las palabras—. ¿Y si está podrida para que la pasean de un lado a otro?
  Advertimos que era demasiado tarde para reparar el error. Empujamos los carros hacia delante con fuerza, rogando que el cerco fuera débil al final del pasillo, donde las góndolas estaban llenas de plantas y macetas de barro.
   —¡Bloqueen! —gritó Hitchcock. Pero tal vez la banda se había debilitado por la falta de comida, o no eran tantos. Nos resultó sencillo romper el cerco y mezclarnos con una docena de señoras bien vestidas que asistían a un curso de informática culinaria en el Foro de las Computadoras.
  —Quizá sugieran otras formas de combinar el líquido corrector y la comida para perros —dijo la China en voz baja.
  —Es peligroso permanecer aquí —replicamos—. Esta carne empezará a oler mal dentro de poco.
  —¿Desean hacer alguna pregunta? —dijo la profesora dirigiéndose a nosotros.
  —Sí —dijo Almanaque—. ¿Nos puede dar la receta del sebiche? Tenemos veinte kilos de carne y no disponemos de refrigerador. —La osadía de Almanaque dio resultado, porque la profesora, confundida, se rascó la cabeza, miró el techo abovedado y terminó por sentarse frente a la computadora. Aporreó el teclado un par de minutos y llegó a alguna conclusión.
  —Puedo prepararle un programa por 1200 francos —dijo finalmente.
  —Es un poco caro —dijimos nosotros.
  —¿De dónde vienen? —dijo la profesora, un tanto irritada.
  —De Venus —contestamos nosotros—. Pero los viajes a Venus han sido suspendidos por tiempo indeterminado, para preservar la fauna autóctona; los colonos hemos sido repatriados sin cortesía. —Repetimos las palabras del guardián que contenía la risa. Sin embargo, a las señoras del curso la historia les sonó convincente.
  —Vamos —dijo la Maestra impaciente—; hay que darle un destino a toda esta carne, con o sin receta.
  —No se vayan —suplicaron las señoras—. Hace tanto tiempo que no asistimos a una experiencia estimulante...
  —¿Saben qué somos? —dijo Pavarotti con ánimo pendenciero.
  —Astronautas y colonos —contestaron las señoras.
  —Si les dijéramos qué somos realmente —insistió Pavarotti— no nos creerían.
  —¿No son astronautas?
  —No —dijimos nosotros—. Mentimos. —Tomamos paquetes de carne y los arrojamos como proyectiles contra la computadora y las señoras, lo que obró como disparador de emociones largamente reprimidas. El guardián, una vez más, fue el más agresivo, aunque esta vez no mató a nadie. Las mujeres aullaron, gimieron, se empujaron, huyeron. En apenas un minuto el lugar quedó vacío. Quedamos a solas con nuestra inextinguible angustia.
  —¿Cómo pudieron confundirnos así? —dijo la señora Sánchez.
  —¿No parecemos consumidores? —replicó Pavarotti—. Fíjense: la ropa es de las diferentes tiendas del shopping; los perfumes, las joyas de fantasía, el maquillaje. Sin darnos cuenta debemos haber copiado los gestos, la forma de hablar y caminar. ¿En qué nos diferenciamos, al margen de que nuestras tarjetas de crédito están bloqueadas?
  —En la carne podrida —dijo Almanaque.
  —Los Fénix olían mal hasta cuando estaban vivos —dijo la Maestra. Pero los episodios de las últimas horas, burdamente encadenados, nos habían puesto de mal humor. Reanudamos la marcha abrumados por ideas macabras, empujando los carros que cada vez parecían pesar más.
  Dejamos el Foro rumbo al Patio de Comidas. Probablemente era de noche, a juzgar por la escasa actividad. Pero nunca se sabe. Nuestros tiempos padecen distorsiones que no conseguimos explicar. Ni siquiera la Maestra contaba con un método fiable para resolver el problema. Aceptamos ese deambular por los márgenes de góndolas vacías o cargadas de objetos inservibles con la resignación de la gente de Moisés. Estábamos hartos de la carne en descomposición y de los carros cuyas ruedas se trababan cada pocos metros, pero no se nos ocurría otra cosa que seguir adelante. Los chicos lloraban y los viejos maldecían arrastrando los pies.
  —Parece que estamos cada vez más lejos —dijo el Lituano. La turbia racionalidad de esas palabras tenía una arquitectura similar al paisaje uniforme que conectaba las diferentes secciones del shopping.
  —¿Qué sector es éste? —dijo varias veces la China.
  —El 35 de Fickers, el 8 de Biblos, el 99 de Endings —contestamos nosotros—. Vaya uno a saber. —No se podía confiar en la memoria, y menos en los hologramas indicadores que sobrevolaban las góndolas como buitres.
  —Es peligroso —dijo Pavarotti—. ¿Y si este camino desemboca en la salida? Si salimos no lograremos volver a entrar.
  —El silencio es perturbador —replicamos nosotros sin aclarar nada. El exterior era un concepto inasible, algo que huía de nosotros aprovechando los ángulos obtusos del diseño del shopping. Repetíamos ciclos. Eso ya había ocurrido y volvería a ocurrir. Tampoco descartamos estar inmersos en una alucinación colectiva, producto del hambre y la falta de descanso. Todos los chicos se pusieron a llorar al mismo tiempo, y entre todos apagamos el llanto a golpes. Volvió el silencio, esta vez como un presagio. La Maestra se adelantó cien, mil metros. Y cuando regresó tenía el rostro transfigurado; había visto algo que cambiaría nuestras vidas.
  —¿Adónde? —dijimos—. ¿Qué pasa?
  La Maestra nos obligó a dejar los carros y nos arrastró hacia los ventanales sin ensayar uno de sus proverbiales sermones. Sin embargo, era tal la fuerza de su impulso que no nos atrevimos a discutir. Apilamos rollos de manguera y botes salvavidas; los más chicos fueron subidos a los hombros de los adultos y el guardia, que tenía espalda ancha, de luchador, cargó a los mellizos.
  Anochecía. Para muchos por primera vez en la vida. En el horizonte se superponían capas grises, lilas y anaranjadas remedando un pastel de fantasía. La gente fue lo último que descubrimos. Había dos clases de gente. Guardias, armados con carabinas acordonando el perímetro del shopping, cerca de la entrada Verde, formaban el primer grupo. Eran idénticos a nuestro guardia recién asimilado; probablemente también astronautas exonerados por haber diezmado la fauna de Venus. El otro grupo era problemático. Esos seres deshilachados, flacos, casi desnudos, con los ojos desorbitados, las manos sarmentosas blandiendo estacas y temblando como ramas, parecían dispuestos a comerse crudos a los defensores. Cada tanto avanzaban uno o dos pasos y recibían descargas de advertencia. A veces las descargas excedían la advertencia y los cuerpos retorciéndose en el suelo demostraban que los proyectiles no eran de goma.
  —¿Esa gente está muerta? —preguntó uno de los chicos de Clarabella. Pavarotti respondió con una risotada; Almanaque con un chillido. Varios de esos seres famélicos cargaron contra un nido de ametralladoras y al precio de docenas de muertos y heridos silenciaron a los guardias a garrotazos.
  —¿Qué va a ser de nosotros si entran? —se estremeció el Lituano.
  —¿No se dan cuenta? —La Maestra había recuperado su tono pedagógico—. Esta gente no lograría distinguir un consumidor de un furtivo, un guardia de un merodeador. Para ellos, en el límite del hambre y la desesperación, somos tan responsables de su desgracia como los dueños del shopping.
  —¿Se acuerdan —dijo Pavarotti — cuando veníamos a comprar y salíamos cargados de bolsas llenas de productos? –A continuación lanzó una sonora carcajada. Había franqueado el portal de la demencia.
  —Se podía pagar con schillings, colones, zlotys y florines. Y después llegaron los euros —dijo Juan—. Yo era feliz cuando trabajaba en Cambio de Moneda. ¡La Aldea Global! Pero cuando dolarizaron, las casas de cambio del shopping dejaron de ser necesarias, y me quedé sin trabajo. —Estábamos hartos de la historia de Juan, pero no nos pareció oportuno iniciar una discusión. Los guardias habían instalado un cañón láser y barrían la explanada del shopping cortando por la mitad a los desgraciados que asomaban. Pronto hubo tantos cuerpos muertos que los de atrás avanzaron usándolos como coraza. Observamos a varios Fénix contemplando la misma escena con expresión angustiada, a pocos metros de donde estábamos, y no nos dio ganas de pelear.
  —¡Rompen el cerco! —exclamó Juan. Docenas de criaturas de aspecto enfermizo y edad y sexo indefinidos desbordaron a los guardias y trepando por encima de los cuerpos chocaron contra las puertas de la entrada Verde y volvieron a chocar hasta que la presión fue insostenible y las puertas estallaron. Demoramos unos segundos en descubrir que el lapso afuera-adentro también se había roto, como si hubiéramos estado observando a los desgraciados en una pantalla, no en vivo, a través de una ventana. Requerimos de la Maestra una solución milagrosa, como hacíamos siempre.
  —¡En los escaparates! ¡Rápido! ¡Quietos! ¡Estatuas vivientes!
  Cuando los invasores ingresaron al sector no prestaron atención a los maniquíes vestidos con prendas de Cacharel, Balmain y Lapidus. Tenían hambre. Mucho. Olfatearon y escucharon, como animales al acecho; desconfiaron de los sacos de zorro plateado, las cámaras digitales y la cristalería de Murano, pero comprendieron que nada de eso era comestible. Devastaron durante ocho largas horas, mientras nosotros permanecíamos duros como estatuas de sal. Después aparecieron los guardias, perfectamente pertrechados y entrenados. Barrieron a los invasores utilizando fusiles de asalto Galileo de 2 mm (como los de los astronautas de Venus) sin producir deterioro alguno en los productos.
  Cuando se recuperó la calma descubrimos que nuestra situación se había tornado irreversible. ¿Cómo recuperar la capacidad para movernos si los guardias estaban en cada rincón del shopping? Pero no nos importó. Aparentemente los maniquíes no necesitan alimentarse, y aunque los chicos, inquietos por naturaleza, necesitaban cambiar de posición con frecuencia, lo hacían cuando los guardias miraban para otro lado.
  Con el tiempo volvieron los consumidores y como ya nos habían codificado, y estábamos en precio, algunos de nosotros fuimos comprados y nos perdimos para siempre en ciudades cerradas de la zona de Pilar, castillos de Provenza y ranchos de Oklahoma. Los consumidores son incorregibles, e idénticos en todas partes.
  Nos inventariaron y les complicamos la existencia a los auditores. Una renovación de productos por cambio de temporada nos condenó a un largo ostracismo en el tercer subsuelo, donde pudimos reproducirnos a voluntad. Volvimos y fuimos testigos de nuevas invasiones de famélicos, rémoras involuntarias del Noveno Ajuste. La Maestra redactó una densa teoría acerca de la capacidad de los seres humanos para adaptarse a circunstancias aleatorias. Pero nosotros nos burlamos de ella, porque sabemos que nada es definitivo, y también esto será reemplazado por otra cosa. Los hechos nos dieron la razón cuando Pavarotti logró materializar una broma macabra; tenía forma de calamar negro y un olor repugnante. El guardia propuso materializar bromas macabras en gran escala para producir una plaga mortal que borrara la vida de la faz de la tierra.
  —¿Por qué —protestó Clarabella— todas las cosas malas, negativas, destructivas o siniestras se asocian al color negro?
  Le dijimos a Ibérico Bonn que su idea era una porquería, que nos daba vergüenza de que fuera parte de nuestro grupo, pero él se encogió de hombros y con voz ronca dijo:
  —No sé por qué me esfuerzo. Creo que después de todo, la vida inteligente en este planeta ya se extinguió y ninguno de nosotros quiere darse por enterado.

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